sábado, 23 de abril de 2016

Hacía frío.

Hacía frío, pero no de ese frió que te impide moverte, no del que te hace temblar o te secuestra en cama. Era frío diferente, del que te obliga a salir de casa, a resbalarte en el hielo y conocer esa solitaria cuidad, todo lo anterior, solo como el pretexto perfecto para tomar su mano y caminar de ella. 


Hacía frío de ese que hace que sin pedirlo me abrazara, del que lo empuja hasta colocarlo frente a mi y lo obliga a cerrarme el botón de mi abrigo, mis labios con sus besos. Hacía frío de ese que te hace cometer locuras como entrar en una piscina al aire libre y experimentar una perfecta pero muy extraña dualidad.

Hacía frío raro, de ese que hace que hasta el sol se esconda y se cobije de nubes, ese del que atrae auroras boreales, ese que por las noches inspira 23 eternidades, frío del que sólo desaparece con ron o con una salsa después de 9 meses.



Hacía frío del que no se explica, de ese que sólo se siente cuando en medio de la noche, en el centro de tanta oscuridad, a kilómetros de Reikiavik, detrás de una cascada a punto de congelarse, con los ojos clavados en el cielo, cazando maravillas, bebiendo chocolate. Hacía frío, de ese que sólo se siente cuando tienes a la persona capaz de quitarlo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario