sábado, 23 de abril de 2016

Vuelo 8472

Faltaban meses, semanas, días, y al final: minutos. Son estos los minutos mas largos que he vivido. Mi vuelo era el 8472, pero mis pasos parecen eternos, los pasillos parecen no tener fin, no puedo explicar como es que este reloj no avanza, ¿es que acaso de este lado del mundo los minutos duran mil segundos? Es que toda la unión Europea ha conspirado en postergar el momento en que pueda llegar a abrazarle. 



El vuelo 8472 ha sido el más largo y pesado que he tenido, todo parece transcurrir en cámara lenta, las luces, las personas y las señales están incluso lejos cada vez más. Pero no hay fecha que no se llegue ni plazo que no se cumpla, aterrizó el vuelo 8472, en las pantallas se actualizó el estatus, pero no más rápido de lo que yo caminé, caminé casi corriendo, y por fin, se abrió la puerta automática y pude verle, estaba ahí, perfectamente pude ignorar el aeropuerto entero, el letrerito que hizo para mi y la flor, nada podía robar mi atención más que él, más que sus ojos, más que esa sonrisa infinita y sus brazos rodeándome perfectamente.


No había más nada, no había clima, destino, vista ni experiencia que anhelara más que esta, que tenerle frente a mi. Le pedí que me abrazara fuerte, ya sabia que en esta parte, normalmente es cuando despierto y me doy cuenta de que todo fue un sueño. Pero era real, parecía como si sus besos, su sabor y su mirada se hubieran quedado congelados en una especie de trampa espacio-tiempo. 


Pero era real, volví a ver la pantalla y en efecto, vuelo 8472, ya estaba aquí, junto a él, podía morderlo y tocarlo. Sin necesidad de cerrar los ojos para imaginarlo, Podía abrirlos para ver mi reflejo en los suyos, para sentir como era cierto: siempre estuvimos conectados, pero hasta hoy, volvimos a estar juntos. 


A partir de este momento sólo quiero que sean sus pies los que voy a cuidar al atravesar la calle en una ciudad que ni su nombre conocíamos. Quiero que sea su mano la que me guíe cuando no tenga la mínima idea de donde estoy. Ver junto a él los mejores amaneceres e inigualables atardeceres, quiero reír y llorar enredada en sus brazos, quiero tocar su cara y ponerme de puntillas para decirle al oído lo feliz que estoy por poder volver a ver el color de los ojos de quien me ha hecho conocer el amor. 







Hacía frío.

Hacía frío, pero no de ese frió que te impide moverte, no del que te hace temblar o te secuestra en cama. Era frío diferente, del que te obliga a salir de casa, a resbalarte en el hielo y conocer esa solitaria cuidad, todo lo anterior, solo como el pretexto perfecto para tomar su mano y caminar de ella. 


Hacía frío de ese que hace que sin pedirlo me abrazara, del que lo empuja hasta colocarlo frente a mi y lo obliga a cerrarme el botón de mi abrigo, mis labios con sus besos. Hacía frío de ese que te hace cometer locuras como entrar en una piscina al aire libre y experimentar una perfecta pero muy extraña dualidad.

Hacía frío raro, de ese que hace que hasta el sol se esconda y se cobije de nubes, ese del que atrae auroras boreales, ese que por las noches inspira 23 eternidades, frío del que sólo desaparece con ron o con una salsa después de 9 meses.



Hacía frío del que no se explica, de ese que sólo se siente cuando en medio de la noche, en el centro de tanta oscuridad, a kilómetros de Reikiavik, detrás de una cascada a punto de congelarse, con los ojos clavados en el cielo, cazando maravillas, bebiendo chocolate. Hacía frío, de ese que sólo se siente cuando tienes a la persona capaz de quitarlo.


miércoles, 6 de abril de 2016

Esperar a alguien es como callarse.

Porque al final uno acaba entendiendo que esperar a alguien es como callarse, y que sólo cuando uno va se dice “te quiero”. Porque a veces hay personas a las que no llegan trenes, y uno tiene que ir andando. 
Y soportar la distancia recorriéndola, y no quejándose de ella. Porque al final la soledad sólo es un prólogo que dura hasta que dejamos de cerrar la puerta, con la intención de que alguna persona se atreva a llamar.


Porque a veces, y casi siempre, hay mucha gente que se queda en el umbral, con el miedo impidiéndoles acercarse del todo. Y uno entiende que la vida también sigue sin nadie, y que el sol brilla, y que el cielo vuelve a vestirse de azul bonito, aunque nos sintamos tristes. 


Y que nuestro peor enemigo somos nosotros mismos cuando no nos importa salvarnos. O al menos intentarlo. Y que de nada sirve amar las cicatrices de otro, si ni siquiera podemos aguantarnos la mirada. O de nada sirve pedir que nos acepten, si vamos juzgando a los demás sin conocerlos. 


Porque las personas son más de lo que dicen, y lo que callan hay que aprender a escucharlo con el tiempo. Y con el tiempo uno entiende que acostumbrarse es otra forma de morir, y que hasta lo sano resulta dañino si no aceptamos que hasta lo bueno termina.
Porque se vive sintiendo, y no hay otra forma. Y ojalá nos demos cuenta de esto antes de que vivir se nos vuelva cuesta arriba y subir nos sea más difícil. 



Ojalá amemos lo máximo posible antes de que no tengamos un cuerpo al que mirar cada mañana. Y una boca a la que vestir con cada beso. Y una mano en la que encajar con nuestra mano. Y un atardecer que contemplar al lado de alguien, pensando que, al final, no todo ha salido tan mal como esperábamos.